martes, 30 de julio de 2013

Un puente modificable


No soy profesora. No estoy acostumbrada a que los niños esperen aprender algo de mí. No estoy familiarizada con esos ojos abiertos y menos aún con sus reflexiones libres de prejuicios, cargadas de verdad.

Me sorprendió este ejercicio. Me obligó a dejar de mirar el ombligo. A entender que fuera de ser un acto altruista y de generosidad, el hecho de leer un libro a niños y niñas que esperan algo de él es sumamente enriquecedor. Sentarse frente a ellos, planear una actividad, verlos reaccionar ante una historia que pudo no ser la mejor historia, pero de todas formas quisieron abordar, fue un premio y un desafío.

El Manual de Animación Lectora de Fundación La Fuente fue fundamental para abordar la planificación previa, el diseño de esa pequeña tertulia reveladora. Para saborear las pausas, para dar crédito a sus dudas. Sobre todo para poner el ritmo de la historia a su disposición, considerando que se trataba de un libro álbum que requiere de una codificación menos automática.

Fundamental fue también entender que la vinculación afectiva es la piedra angular y el punto de partida para generar la comunión entre los que escuchan y la que lee, en este caso entre prima y primos. Como menciona Yolanda Reyes  en La Casa Imaginaria, “cuando descubre (el niño) que, al lado de los libros, es posible mantener en vilo a los padres y que ellos quedan literalmente sujetos en sus páginas, sin distraerse en ocupaciones adultas, pedirá que le lean una y otra vez. Es probable que esa fascinación temprana que ejerce el libro no provenga ni del objeto físico ni de sus ilustraciones ni de la historia que cuenta, sino, más bien, de la experiencia afectiva que fluye y que ofrece tantas pistas de desciframiento vital, tanta cercanía”. Y ciertamente, sólo horas después, ocupada en otros quehaceres, los niños se preguntaban cuando leeríamos otra vez un libro.

También fue importante entender que los niños van construyendo con el relato y sus vivencias. Que lo completan. Y que el Mediador debe ser capaz de generar ese espacio de reflexión profunda. Ya lo decía Umberto Eco en 1996: “toda ficción narrativa es necesaria y fatalmente rápida, porque –mientras construye un mundo, con sus acontecimientos y sus personajes- de este mundo no puede decirlo todo. Alude, y para el resto le pide al lector que colabore rellenando una serie de espacios vacíos (…) Todo texto es una máquina perezosa que le pide al lector que le haga parte de su trabajo. Pobre el texto si dijera todo lo que su destinatario debería entender: no acabaría nunca”.

Al terminar el ejercicio me parece que es importante también ser capaz de ir modificando la lectura a través de la misma. Estar dispuesto a cambiar palabras por otras, a detenerse en lo que te parece obvio y por cierto a dejarse llevar por sus conclusiones, pese a que habías establecido unas diferentes. Por otra parte, igual de relevante me parece el hecho de seleccionar libros que sean del gusto de los que te escucharán. No necesariamente el texto más bello y dulce para un adulto, lo sea para un niño. Hay que estar atentos a sus formas, a lo que aman y a lo que no.
 
Estar disponibles a que ellos modifiquen nuestras pautas es imprescindible. No hay otra forma de transformarnos en el puente hacia ese lugar de placer y ensoñación.  

lunes, 8 de julio de 2013

4 libros que provocan



Duerme Negrito de Paloma Valdivia,  Fondo de Cultura Económica, 2012.

Uf. Incluso antes de nacer, Duerme, duerme negrito, canción de origen sudamericano, sonaba en mis oídos de niña. La primera impresión por tanto, tiene que ver con nostalgia y melancolía. Con ese estremecimiento propio de un libro que parece escrito por tus manos. Con esa suerte de abismo que provoca las narraciones espejo.

Lo que hace la ilustradora Paloma Valdivia es trabajar un texto que le pertenece a Latinoamérica, con imágenes que entregan una nueva información a la palabra. Por cierto una información que habla de alegría y protección, dulcificando el sentido de la canción que nos habla de un dolor profundo y un abandono.

Me parece un libro fascinante en el que ayuda el formato pequeño y las ilustraciones repletas de colores. El personaje que retrata Paloma – y a la vez el mundo del que habla-  es uno que acoge y ampara. Es la madre que todos guardamos en nuestros sueños de niños. Es a la que siempre queremos volver.

El uso del afecto en la disposición de las imágenes genéricas, icónicas, expresan tanto más que la misma letra de la canción.

Es interesante el juego que hace Paloma con las ilustraciones dulces y un texto cargado de momentos históricos trágicos. La madre que trabaja, la de tez negra, a la que no le pagan, la que tose, la que finalmente carga el luto de todo un continente de esclavos que muere buscando qué comer, es retratada de blanco en todas las imágenes. El blanco de la pureza, de la inocencia. Desde donde partimos. Que la selva toda se construya y se organice en ese manto blanco de madre, habla del origen, del florecimiento, del desarrollo. Todo eso se desarrolla en la madre, gracias a ella. Es por cierto una forma de hablar también de lo trascendente que son en la vida, para sobrevivir a ella, porque todo se refiere a la misma.

Me parece que Duerme Negrito es un libro álbum ejemplo de ilustraciones que aportan significado al sentido del relato. Donde suman y no simplemente refuerzan sentidos.

Los misterios del señor Burdick de Chris Van Allsburg, Fondo de Cultura Económica, 1984.

Hay algo fascinante en este libro que tiene que ver con el remezón, con el sismo que provocan los buenos textos cuando los leemos por primera vez. Pero por cierto también tiene que ver con la metaficción. Con ese espacio de la lectura en que abres los ojos y te preguntas si todo lo que asumías fantasía es acaso realidad. 

Creo  que Chris Van Allsburg logra muy bien atrapar el lector con las leyendas que usa al lado de cada imagen. Son leyendas que atrapan por sí mismas. Un título y un par de palabras que funcionan como hilo conductor para este relato de misterio y de verdades a media. 

Las ilustraciones funcionan otorgando un significado particular al texto. El del suspenso. Entregan una información distinta, que está delineada con lápiz grafito, como salidas de la mano prolija de un dibujante que aguarda algo que decirnos. Harris Burdick entrega las pistas, el que lee sabe que debe estar atento para dilucidarlas.

“Los dibujos se reproducen aquí por primera vez”, dice el autor. Lo que genera la dicha y la fortuna, el privilegio. Un privilegio que se saborea en cada nueva historia. Entre esa incógnita que produce el texto, y como aporta un nuevo ingrediente la imagen. Ambos elementos son capaces de entretejer una historia o el principio de una. 

Me atrevo a decir que se trata de un libro que funciona muy bien en el segundo ciclo de enseñanza básica. Cada historia en sí misma es parte de un todo que ya es fascinante. Esa incertidumbre de estar leyendo algo real. Algo que salió del baúl de un buen editor y que fue a parar en nuestras manos “por primera vez”.

El increíble niño come libros de Oliver Jeffers, Fondo de Cultura Económica, 2006.

Me pasó una vez cuando esperaba a mi tío pediatra, que El increíble niño come libros salvó la jornada. La sala de espera estaba atiborrada de niños que lloraban y se apretaban a sus madres. Y de madres que lloraban pero sin lágrimas. Un espectáculo triste y cargado de miedos de niño y de adulto. Yo tenía el cuento de Jeffers en mi mochila, como un arma secreta. Cuando lo comencé a leer había 2 niños a mis lados. Cuando terminé eran 6. Un par de ellos se reía. Otro me tomó la mano. Creo que es básicamente ese sentimiento el que genera el libro en el lector. El de alegría. El de querer seguir riendo. 

Los textos funcionan captando la atención del lector, se mueven ágilmente, no se complican, cuentan las cosas de manera básica. Creo que esa sencillez en el relato permite que los niños lleguen de manera fácil a comprenderlo. Jeffer se caracteriza por utilizar un idioma que parece cercano a los más pequeños. Un idioma poco ostentoso, simple. 

En el caso de las ilustraciones, la representación del personaje principal, en este caso Enrique, se hace de manera minimalista, usando círculos, puntos y rayas para perfilar al hambriento niño come libros. Creo que el uso de estos trazos tan típicos de niño, acercan la lectura desde el afecto y la empatía. 

Las ilustraciones completan el humor que contiene el relato. Funcionan como rebote. De una risa a la otra.
El increíble niño come libros debe ser uno de los exponentes más mediáticamente conocidos de los libros álbum. Y funciona bien. El uso de las imágenes y el texto contribuye pero creo que hay un elemento que es fundamental en su éxito. Se trata del pedazo menos de la contratapa. Ese sacado que imita una mordida. Es ese elemento el que genera la duda y otra vez el remezón. Se trata de un metarelato, el cuestionamiento de lo que se narra, el cuestionamiento de lo ficticio y lo real. ¿Enrique se comió también un pedazo de MI libro? Este tipo de preguntas, que escapa del texto, deja pensando a los pequeños en la verdad tras el relato.

El almohadón de plumas de Horacio Quiroga, Andrés Bello, 1917.

Recuerdo cuando leí por obligación este cuento en mi colegio. Recuerdo que despertó en mí sensaciones extrañas y desagradables. Me incómodo el relato. Jamás se me pasó por la cabeza volver a leerlo. Lo mismo me pasó esta vez. 

No me gusta este tipo de relatos, por cierto. Me molesta. Pero pienso que la literatura tiene que ser capaz de generar emociones, de completarse con el sentir del otro. De provocar. Y en ese sentido creo que este texto funciona. 

La construcción del relato está hecho a partir de la descripción de Alicia y sus desvaríos, sus miedos, los monstruos que la persiguen. El autor toma tiempo para dar a conocer la fría relación con su esposo. La falta de afectos. El relato transcurre entonces como en una esfera congelada desde donde el lector se comienza a preparar para el final. Final que por cierto, permite al cuento cerrar en lo alto. Con lectores estupefactos que se esperaban una resolución menos “monstruosa”.

Creo que el texto funciona con niños sobre 9 años. Niños que sean capaces de salir un poco del relato y observarlo en lo macro como un cuento de terror que sólo vive en esas hojas. De otra forma les pasará como a mí, que di vueltas las almohadas tantas veces como pude en una misma noche.

viernes, 3 de mayo de 2013

Peligrosos libros amenazan con abrir sus fauces

Ediciones Ekaré, año 2000

Principios ideológicos, políticos, religiosos. Prejuicios todos. Nuestra historia latinoamericana es rica en ejemplos de dictaduras que deciden coartar el principio de libertad, a través de la censura de libros. Libros que susurran una verdad que se calla. Peligrosos libros que utilizan la ficción para rehuir de la realidad, cuestionándola al mismo tiempo.

La historia de Pedro, el personaje que construyó Antonio Skármeta a principios del siglo XXI, es capaz de reunir al menos dos aspectos relevantes en cuanto a la censura de literatura infantil.

En primer lugar la literatura como una que salva. Parece una condición sine qua non en las obras censuradas. Aparece como una forma de evadir la realidad, pero a la vez como una alternativa para salir del ostracismo y mirar hacia un mundo nuevo y distinto. La posibilidad de interpelar lo racional a través del uso del lenguaje poético, de la metáfora. Desde donde los autores parecen hacer un guiño clandestino, como llama Liliana Bodoc, a un lector que parece dormido. Tiene que ver con lo que no dicen los relatos. Con los silencios. Porque en palabras de Marcela Carranza “la literatura no transmite certezas, sino más bien abre interrogantes”.

En segundo lugar el temor del Poder. Ese lugar oscuro y solitario desde donde se determina lo que es justo. Los militares que llegan a la escuela de Pedro, buscando que los más pequeños realicen un relato sobre lo que ocurre de noche en sus casas, tienen miedo de lo que puede pasar cuando ellos no están mirándolo todo. Es este temor, desconcertante, lo que paraliza a los militares chilenos, y a los que censuran en el mundo entero.

La torre de cubos de Laura Devetach es uno de los libros censurados durante la Dictadura Argentina. En esta recopilación de historias, entre las que se encuentra la de Bartolo, un jardinero que cosecha libros, la autora permite al lector cuestionar la realidad. En palabras de Devetach “creo que incomodaba sobremanera (y sigue incomodando en algunos medios) que los chicos vieran claro, que tuvieran como deseo cambiar su realidad y, por lo tanto, esperasen que el adulto también cambiara” (2006). El Boletín del Ministerio de cultura y educación de la República de argentina, de julio de 1979, planteaba como argumento “que del análisis de la obra La torre de cubos, se desprenden graves falencias tales como simbología confusa, cuestionamientos ideológicos-sociales, objetivos no adecuados al hecho estético, ilimitada fantasía, carencia de estímulos espirituales y trascendentes”. Cuántos de esos motivos, son hoy un argumento para comprar un libro.

James y El Melocotón Gigante de Roald Dahl, escrito en 1961, narra la historia de un niño que tras la muerte de sus padres, y la soledad que lo embargaba, se hace de un mundo ficticio para superar su dolor. El relato fue censurado básicamente por plantear la desobediencia de los niños ante los adultos, y la posibilidad que esto suponía de generar rebeldía. La literatura como ese lugar que salva. El tema es tan atemporal que llega al cine de la mano de Tim Burton en 1996.

Dailan Kifki de María Elena Walsh, publicado en 1966, cuenta la historia de un elefante que llega a instalarse a la casa de una niña, cambiando todo a su al rededor. Se trata de otro de los libros censurados por la Dictadura de Argentina, y que como explica Cristian Blake se transformaba en una provocación, “la literatura como todo objeto artístico era una amenaza y era agente de un poder, el de la imaginación que debía ser cercenado, reorientado” (Cristian Blake, 2012).

Todos estos relatos volvieron a los estantes a los que pertenecían. Todos estos relatos volvieron a incitar a los pequeños del mundo a ese lugar peligroso y amenezante llamado imaginación.  

lunes, 15 de abril de 2013

Un manual de instrucciones para la vida.

Ilustración de Marko Torres.

La intuición me decía que desde el punto de vista del lector, la literatura infantil estaba cerca del refugio y del cuestionamiento. Te acompañaba, pero a la vez te remecía. Como un amigo preguntón.

Liliana Bodoc aporta en este punto al señalar que el arte descoloca y nos sitúa en el lugar de lo extraordinario “y por lo tanto nos obliga a movilizar los sentimientos y las capacidades adormecidas de nuestra psiquis y de nuestra inteligencia”.

Efectivamente, la literatura infantil moviliza. Te lleva a lo más terrible de la tristeza y la soledad, cuando ves irse a Ruibarbo; y te envuelve de valentía y coraje al llegar a esa isla donde viven los monstruos de Sendak, y de todo niño.

Esta capacidad de “aturdir” al lector, de traspasar el papel y la tinta, es una habilidad lejana del polo formativo donde se asociaba al niño como un adulto incompleto y por lo tanto a la literatura como una que debía poder terminarlo al insertarlo en la cultura, potenciando de estar forma a un nuevo ciudadano. La literatura infantil como un manual de instrucciones para la vida, que tenía efectos en envases diminutos que aún no eran pero que estaban en proceso de ser. Me gustaría saber que pensarían aquellos teóricos de libros que hoy se leen en las escuelas como “Julito Cabello” y “María la Dura”.

Hay un punto interesante en ese proceso que vivimos en el cual la literatura infantil deja de ser un instrumento o una buena herramienta para generar cambios o progresos específicos en los niños y niñas. 

Joel Franz dice en ese sentido “la literatura infantil ha debido luchar a lo largo de su historia, de poco más de tres siglos, contra su utilización como medio de educación, de armonización social, de transmisión de una concepción de mundo”.

En qué se diferencia una lectura de “instrucciones para la vida” de la literatura infantil. Al menos intuyo dos cosas. Por una parte la literatura infantil se preocupa tanto del cómo contar, como del qué se cuenta. Por otra parte trabaja con la sensibilidad, con ese tacto a veces delicado y otras veces directo que puede hablarte del primer amor como del último invierno de tu abuela.

Al sumar, siempre uno más uno son tres. Se trata del lenguaje poético, el que es capaz de problematizar el lenguaje y el que permite - según Bodoc- que los niños y niñas que leen literatura infantil puedan pensar de forma poética y, a través de la metaforización, cuestionar la realidad, darla vueltas y analizarla desde el prisma que deseen. Una habilidad que hace tambalear el discurso dominante, y por cierto los manuales de instrucciones para la vida.

Los desafíos que plantean tanto Bodoc como Franz tienen que ver con entregarle a los niños y niñas el espacio que les corresponde en el circuito literario. Esta vez no como un consumidor silencioso, como lector mediado, sino como uno que maneja sus propios códigos y catalejos para interpretar lo que sucede en sociedad. Cuán importante resulta para los mediadores saber quiénes son ellos, los futuros lectores, dónde esconden sus miedos, como enfrentan los amores. De otra forma estaremos hablando más cerca de un espejo que de un nuevo lector.  

lunes, 8 de abril de 2013

El niño gigante de Jose Luis Sánchez y Miguel Ángel Pacheco


Fuente: todocoleccion.net
Antes que todo estuvo El niño gigante. Los dibujos grandiosos, como hechos a mano; esa sensación curiosa de creer que el color se corre con un mínimo movimiento del dedo. Las palabras que se tejían con esa ilustración que parecía el mejor de los espejos. Allí estaba él, el niño gigante en un país pequeño, ocupando toda la extensión de la hoja. El niño gigante, ojos abiertos. Su miedo al rechazo. Su timidez silenciosa y esa sensación inapelable que generan las diferencias. Ese niño, ojos abiertos, éramos tantos otros.

La cosa no fue premedita, ni fruto de un buen análisis sicológico. El caso es que comencé a recurrir a ese libro tantas veces que llegó a ser innecesario el texto. Las palabras bailaban en mi cabeza y de vez en cuando – si cerraba los ojos- permanecían allí por un buen rato. Como quien susurra un buen secreto.

En esos días la Literatura Infantil era el rinconcito de los iguales. La palmadita en la espalda y el “ya pasará”. El refugio íntimo. La casa de la abuela con la tetera piteando y el olor a la miel que se derrite en el pan.

Mi mamá diría, ya en mi adolescencia, que ese libro era el último de un verano largo. Que antes ya habíamos navegado por los cielos con Nils Holgersson. Y nos habíamos escondido de los miedos políticos y sociales en el oasis verde que construyó Frances Hodgson. Yo no me acuerdo de eso. Yo no me acuerdo de nada. Para mi siempre fue El niño gigante.

Pasan los años y al recordar mi primera infancia, y esos libros que formaban parte de una colección en la que habían niñas invisibles y pequeños con dos ojos, pienso en que la Literatura Infantil era mucho más que el refugio que acoge. También era la alegría inmensa de la madre que lee. De la madre que acompaña y guía en el viaje. Creo que la Literatura Infantil permite eso. Pluraliza el deleite, amplía lo íntimo: comparte, generando por cierto lazos inquebrantables.

Esos primero libros de la colección Cuentos para que los niños cuenten a sus padres (1980) permitieron además que viviera la literatura. No que me encaminara, como quien coge un puente para llegar al continente prometido. No. La literatura infantil estaba ahí mismo, entre los colores pasteles y esos ojos abiertos de niño generando a la vez esa primera duda. Ese primer cuestionamiento, el primer remezón.

No soy profesora, no trabajo con niños. No en lo formal. Sin embargo mis primos más pequeños se han transformado en mi cuadrilla y juntos nos encaminamos por esta literatura que a veces nos deja con preguntas y de vez en cuando nos adormece. Cuando lo último sucede fruncimos el ceño y re armamos finales, que son nuestros finales y por lo tanto ya no adormecen a nadie.

Otras veces las historias las armamos únicamente nosotros. A una escena se le suma una segunda y esa segunda viene acompañada de una tercera. De esta forma el lenguaje nos acompaña construyendo extraordinarios mundos propios.

Pensamos en el lenguaje como uno que motiva, y en sí mismo encamina y acerca, a ese recoveco hogareño al que todos siempre queremos volver.