viernes, 3 de mayo de 2013

Peligrosos libros amenazan con abrir sus fauces

Ediciones Ekaré, año 2000

Principios ideológicos, políticos, religiosos. Prejuicios todos. Nuestra historia latinoamericana es rica en ejemplos de dictaduras que deciden coartar el principio de libertad, a través de la censura de libros. Libros que susurran una verdad que se calla. Peligrosos libros que utilizan la ficción para rehuir de la realidad, cuestionándola al mismo tiempo.

La historia de Pedro, el personaje que construyó Antonio Skármeta a principios del siglo XXI, es capaz de reunir al menos dos aspectos relevantes en cuanto a la censura de literatura infantil.

En primer lugar la literatura como una que salva. Parece una condición sine qua non en las obras censuradas. Aparece como una forma de evadir la realidad, pero a la vez como una alternativa para salir del ostracismo y mirar hacia un mundo nuevo y distinto. La posibilidad de interpelar lo racional a través del uso del lenguaje poético, de la metáfora. Desde donde los autores parecen hacer un guiño clandestino, como llama Liliana Bodoc, a un lector que parece dormido. Tiene que ver con lo que no dicen los relatos. Con los silencios. Porque en palabras de Marcela Carranza “la literatura no transmite certezas, sino más bien abre interrogantes”.

En segundo lugar el temor del Poder. Ese lugar oscuro y solitario desde donde se determina lo que es justo. Los militares que llegan a la escuela de Pedro, buscando que los más pequeños realicen un relato sobre lo que ocurre de noche en sus casas, tienen miedo de lo que puede pasar cuando ellos no están mirándolo todo. Es este temor, desconcertante, lo que paraliza a los militares chilenos, y a los que censuran en el mundo entero.

La torre de cubos de Laura Devetach es uno de los libros censurados durante la Dictadura Argentina. En esta recopilación de historias, entre las que se encuentra la de Bartolo, un jardinero que cosecha libros, la autora permite al lector cuestionar la realidad. En palabras de Devetach “creo que incomodaba sobremanera (y sigue incomodando en algunos medios) que los chicos vieran claro, que tuvieran como deseo cambiar su realidad y, por lo tanto, esperasen que el adulto también cambiara” (2006). El Boletín del Ministerio de cultura y educación de la República de argentina, de julio de 1979, planteaba como argumento “que del análisis de la obra La torre de cubos, se desprenden graves falencias tales como simbología confusa, cuestionamientos ideológicos-sociales, objetivos no adecuados al hecho estético, ilimitada fantasía, carencia de estímulos espirituales y trascendentes”. Cuántos de esos motivos, son hoy un argumento para comprar un libro.

James y El Melocotón Gigante de Roald Dahl, escrito en 1961, narra la historia de un niño que tras la muerte de sus padres, y la soledad que lo embargaba, se hace de un mundo ficticio para superar su dolor. El relato fue censurado básicamente por plantear la desobediencia de los niños ante los adultos, y la posibilidad que esto suponía de generar rebeldía. La literatura como ese lugar que salva. El tema es tan atemporal que llega al cine de la mano de Tim Burton en 1996.

Dailan Kifki de María Elena Walsh, publicado en 1966, cuenta la historia de un elefante que llega a instalarse a la casa de una niña, cambiando todo a su al rededor. Se trata de otro de los libros censurados por la Dictadura de Argentina, y que como explica Cristian Blake se transformaba en una provocación, “la literatura como todo objeto artístico era una amenaza y era agente de un poder, el de la imaginación que debía ser cercenado, reorientado” (Cristian Blake, 2012).

Todos estos relatos volvieron a los estantes a los que pertenecían. Todos estos relatos volvieron a incitar a los pequeños del mundo a ese lugar peligroso y amenezante llamado imaginación.  

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