Ediciones Ekaré, año 2000 |
Principios ideológicos,
políticos, religiosos. Prejuicios todos. Nuestra historia
latinoamericana es rica en ejemplos de dictaduras que deciden
coartar el principio de libertad, a través de la censura de libros.
Libros que susurran una verdad que se calla. Peligrosos libros que
utilizan la ficción para rehuir de la realidad, cuestionándola al
mismo tiempo.
La historia de Pedro, el
personaje que construyó Antonio Skármeta a principios del siglo XXI,
es capaz de reunir al menos dos aspectos relevantes en cuanto a la
censura de literatura infantil.
En primer lugar la
literatura como una que salva. Parece una condición sine qua non
en las obras censuradas. Aparece como una forma de evadir la
realidad, pero a la vez como una alternativa para salir del
ostracismo y mirar hacia un mundo nuevo y distinto. La posibilidad de
interpelar lo racional a través del uso del lenguaje poético, de la
metáfora. Desde donde los autores parecen hacer un guiño
clandestino, como llama Liliana Bodoc, a un lector que parece
dormido. Tiene que ver con lo que no dicen los relatos. Con los
silencios. Porque en palabras de Marcela Carranza “la literatura no
transmite certezas, sino más bien abre interrogantes”.
En segundo lugar el temor
del Poder. Ese lugar oscuro y solitario desde donde se determina lo
que es justo. Los militares que llegan a la escuela de Pedro,
buscando que los más pequeños realicen un relato sobre lo que
ocurre de noche en sus casas, tienen miedo de lo que puede pasar
cuando ellos no están mirándolo todo. Es este temor,
desconcertante, lo que paraliza a los militares chilenos, y a los que
censuran en el mundo entero.
La torre de cubos
de Laura Devetach es uno de los libros censurados durante la
Dictadura Argentina. En esta recopilación de historias, entre las
que se encuentra la de Bartolo, un jardinero que cosecha libros, la
autora permite al lector cuestionar la realidad. En palabras de
Devetach “creo que incomodaba sobremanera (y sigue incomodando en
algunos medios) que los chicos vieran claro, que tuvieran como deseo
cambiar su realidad y, por lo tanto, esperasen que el adulto también
cambiara” (2006). El Boletín del Ministerio de cultura y educación
de la República de argentina, de julio de 1979, planteaba como
argumento “que del análisis de la obra La torre de cubos,
se desprenden graves falencias tales como simbología confusa,
cuestionamientos ideológicos-sociales, objetivos no adecuados al
hecho estético, ilimitada fantasía, carencia de estímulos
espirituales y trascendentes”. Cuántos de esos motivos, son hoy un
argumento para comprar un libro.
James y El Melocotón
Gigante de Roald Dahl, escrito en 1961, narra la historia de un
niño que tras la muerte de sus padres, y la soledad que lo
embargaba, se hace de un mundo ficticio para superar su dolor. El
relato fue censurado básicamente por plantear la desobediencia de
los niños ante los adultos, y la posibilidad que esto suponía de
generar rebeldía. La literatura como ese lugar que salva. El tema es
tan atemporal que llega al cine de la mano de Tim Burton en 1996.
Dailan Kifki de
María Elena Walsh, publicado en 1966, cuenta la historia de un
elefante que llega a instalarse a la casa de una niña, cambiando
todo a su al rededor. Se trata de otro de los libros censurados por
la Dictadura de Argentina, y que como explica Cristian Blake se
transformaba en una provocación, “la literatura como todo objeto
artístico era una amenaza y era agente de un poder, el de la
imaginación que debía ser cercenado, reorientado” (Cristian
Blake, 2012).
Todos estos relatos
volvieron a los estantes a los que pertenecían. Todos estos relatos
volvieron a incitar a los pequeños del mundo a ese lugar peligroso y
amenezante llamado imaginación.
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