Duerme Negrito de Paloma Valdivia, Fondo de Cultura Económica, 2012.
Uf. Incluso antes de nacer, Duerme, duerme
negrito, canción de origen sudamericano, sonaba en mis oídos de niña. La
primera impresión por tanto, tiene que ver con nostalgia y melancolía. Con ese
estremecimiento propio de un libro que parece escrito por tus manos. Con esa
suerte de abismo que provoca las narraciones espejo.
Lo que hace la ilustradora Paloma Valdivia
es trabajar un texto que le pertenece a Latinoamérica, con imágenes que
entregan una nueva información a la palabra. Por cierto una información que
habla de alegría y protección, dulcificando el sentido de la canción que nos habla
de un dolor profundo y un abandono.
Me parece un libro fascinante en el que
ayuda el formato pequeño y las ilustraciones repletas de colores. El personaje
que retrata Paloma – y a la vez el mundo del que habla- es uno que acoge y ampara. Es la madre que
todos guardamos en nuestros sueños de niños. Es a la que siempre queremos
volver.
El uso del afecto en la disposición de las
imágenes genéricas, icónicas, expresan tanto más que la misma letra de la
canción.
Es interesante el juego que hace Paloma
con las ilustraciones dulces y un texto cargado de momentos históricos
trágicos. La madre que trabaja, la de tez negra, a la que no le pagan, la que
tose, la que finalmente carga el luto de todo un continente de esclavos que
muere buscando qué comer, es retratada de blanco en todas las imágenes. El
blanco de la pureza, de la inocencia. Desde donde partimos. Que la selva toda
se construya y se organice en ese manto blanco de madre, habla del origen, del
florecimiento, del desarrollo. Todo eso se desarrolla en la madre, gracias a
ella. Es por cierto una forma de hablar también de lo trascendente que son en
la vida, para sobrevivir a ella, porque todo se refiere a la misma.
Me parece que Duerme Negrito es un libro
álbum ejemplo de ilustraciones que aportan significado al sentido del relato.
Donde suman y no simplemente refuerzan sentidos.
Los misterios del señor Burdick
de Chris Van Allsburg, Fondo de Cultura Económica, 1984.
Hay algo fascinante en este libro
que tiene que ver con el remezón, con el sismo que provocan los buenos textos
cuando los leemos por primera vez. Pero por cierto también tiene que ver con la
metaficción. Con ese espacio de la lectura en que abres los ojos y te preguntas
si todo lo que asumías fantasía es acaso realidad.
Creo que Chris Van Allsburg logra muy bien atrapar
el lector con las leyendas que usa al lado de cada imagen. Son leyendas que
atrapan por sí mismas. Un título y un par de palabras que funcionan como hilo
conductor para este relato de misterio y de verdades a media.
Las ilustraciones funcionan
otorgando un significado particular al texto. El del suspenso. Entregan una
información distinta, que está delineada con lápiz grafito, como salidas de la
mano prolija de un dibujante que aguarda algo que decirnos. Harris Burdick entrega
las pistas, el que lee sabe que debe estar atento para dilucidarlas.
“Los dibujos se reproducen aquí
por primera vez”, dice el autor. Lo que genera la dicha y la fortuna, el
privilegio. Un privilegio que se saborea en cada nueva historia. Entre esa
incógnita que produce el texto, y como aporta un nuevo ingrediente la imagen.
Ambos elementos son capaces de entretejer una historia o el principio de una.
Me atrevo a decir que se trata de
un libro que funciona muy bien en el segundo ciclo de enseñanza básica. Cada
historia en sí misma es parte de un todo que ya es fascinante. Esa
incertidumbre de estar leyendo algo real. Algo que salió del baúl de un buen
editor y que fue a parar en nuestras manos “por primera vez”.
El increíble niño come libros de
Oliver Jeffers, Fondo de Cultura Económica, 2006.
Me pasó una vez cuando esperaba a
mi tío pediatra, que El increíble niño come libros salvó la jornada. La sala de
espera estaba atiborrada de niños que lloraban y se apretaban a sus madres. Y
de madres que lloraban pero sin lágrimas. Un espectáculo triste y cargado de miedos
de niño y de adulto. Yo tenía el cuento de Jeffers en mi mochila, como un arma
secreta. Cuando lo comencé a leer había 2 niños a mis lados. Cuando terminé
eran 6. Un par de ellos se reía. Otro me tomó la mano. Creo que es básicamente
ese sentimiento el que genera el libro en el lector. El de alegría. El de
querer seguir riendo.
Los textos funcionan captando la
atención del lector, se mueven ágilmente, no se complican, cuentan las cosas de
manera básica. Creo que esa sencillez en el relato permite que los niños
lleguen de manera fácil a comprenderlo. Jeffer se caracteriza por utilizar un
idioma que parece cercano a los más pequeños. Un idioma poco ostentoso, simple.
En el caso de las ilustraciones, la
representación del personaje principal, en este caso Enrique, se hace de manera
minimalista,
usando círculos, puntos y rayas para perfilar al hambriento niño come libros.
Creo que el uso de estos trazos tan típicos de niño, acercan la lectura desde
el afecto y la empatía.
Las ilustraciones completan el
humor que contiene el relato. Funcionan como rebote. De una risa a la otra.
El increíble niño come libros
debe ser uno de los exponentes más mediáticamente conocidos de los libros
álbum. Y funciona bien. El uso de las imágenes y el texto contribuye pero creo
que hay un elemento que es fundamental en su éxito. Se trata del pedazo menos
de la contratapa. Ese sacado que imita una mordida. Es ese elemento el que
genera la duda y otra vez el remezón. Se trata de un metarelato, el
cuestionamiento de lo que se narra, el cuestionamiento de lo ficticio y lo
real. ¿Enrique se comió también un pedazo de MI libro? Este tipo de preguntas, que escapa del texto, deja pensando a los pequeños en la verdad
tras el relato.
El almohadón de plumas de Horacio
Quiroga, Andrés Bello, 1917.
Recuerdo cuando leí por obligación
este cuento en mi colegio. Recuerdo que despertó en mí sensaciones extrañas y
desagradables. Me incómodo el relato. Jamás se me pasó por la cabeza volver a
leerlo. Lo mismo me pasó esta vez.
No me gusta este tipo de relatos,
por cierto. Me molesta. Pero pienso que la literatura tiene que ser capaz de
generar emociones, de completarse con el sentir del otro. De provocar. Y en ese
sentido creo que este texto funciona.
La construcción del relato está
hecho a partir de la descripción de Alicia y sus desvaríos, sus miedos, los
monstruos que la persiguen. El autor toma tiempo para dar a conocer la fría
relación con su esposo. La falta de afectos. El relato transcurre entonces como
en una esfera congelada desde donde el lector se comienza a preparar para el
final. Final que por cierto, permite al cuento cerrar en lo alto. Con lectores
estupefactos que se esperaban una resolución menos “monstruosa”.
Creo que el texto funciona con niños sobre 9 años. Niños que sean capaces de salir un poco del relato y observarlo en lo macro como un cuento de terror que sólo vive en esas hojas. De otra forma les pasará como a mí, que di vueltas las almohadas tantas veces como pude en una misma noche.
Creo que el texto funciona con niños sobre 9 años. Niños que sean capaces de salir un poco del relato y observarlo en lo macro como un cuento de terror que sólo vive en esas hojas. De otra forma les pasará como a mí, que di vueltas las almohadas tantas veces como pude en una misma noche.
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