lunes, 8 de abril de 2013

El niño gigante de Jose Luis Sánchez y Miguel Ángel Pacheco


Fuente: todocoleccion.net
Antes que todo estuvo El niño gigante. Los dibujos grandiosos, como hechos a mano; esa sensación curiosa de creer que el color se corre con un mínimo movimiento del dedo. Las palabras que se tejían con esa ilustración que parecía el mejor de los espejos. Allí estaba él, el niño gigante en un país pequeño, ocupando toda la extensión de la hoja. El niño gigante, ojos abiertos. Su miedo al rechazo. Su timidez silenciosa y esa sensación inapelable que generan las diferencias. Ese niño, ojos abiertos, éramos tantos otros.

La cosa no fue premedita, ni fruto de un buen análisis sicológico. El caso es que comencé a recurrir a ese libro tantas veces que llegó a ser innecesario el texto. Las palabras bailaban en mi cabeza y de vez en cuando – si cerraba los ojos- permanecían allí por un buen rato. Como quien susurra un buen secreto.

En esos días la Literatura Infantil era el rinconcito de los iguales. La palmadita en la espalda y el “ya pasará”. El refugio íntimo. La casa de la abuela con la tetera piteando y el olor a la miel que se derrite en el pan.

Mi mamá diría, ya en mi adolescencia, que ese libro era el último de un verano largo. Que antes ya habíamos navegado por los cielos con Nils Holgersson. Y nos habíamos escondido de los miedos políticos y sociales en el oasis verde que construyó Frances Hodgson. Yo no me acuerdo de eso. Yo no me acuerdo de nada. Para mi siempre fue El niño gigante.

Pasan los años y al recordar mi primera infancia, y esos libros que formaban parte de una colección en la que habían niñas invisibles y pequeños con dos ojos, pienso en que la Literatura Infantil era mucho más que el refugio que acoge. También era la alegría inmensa de la madre que lee. De la madre que acompaña y guía en el viaje. Creo que la Literatura Infantil permite eso. Pluraliza el deleite, amplía lo íntimo: comparte, generando por cierto lazos inquebrantables.

Esos primero libros de la colección Cuentos para que los niños cuenten a sus padres (1980) permitieron además que viviera la literatura. No que me encaminara, como quien coge un puente para llegar al continente prometido. No. La literatura infantil estaba ahí mismo, entre los colores pasteles y esos ojos abiertos de niño generando a la vez esa primera duda. Ese primer cuestionamiento, el primer remezón.

No soy profesora, no trabajo con niños. No en lo formal. Sin embargo mis primos más pequeños se han transformado en mi cuadrilla y juntos nos encaminamos por esta literatura que a veces nos deja con preguntas y de vez en cuando nos adormece. Cuando lo último sucede fruncimos el ceño y re armamos finales, que son nuestros finales y por lo tanto ya no adormecen a nadie.

Otras veces las historias las armamos únicamente nosotros. A una escena se le suma una segunda y esa segunda viene acompañada de una tercera. De esta forma el lenguaje nos acompaña construyendo extraordinarios mundos propios.

Pensamos en el lenguaje como uno que motiva, y en sí mismo encamina y acerca, a ese recoveco hogareño al que todos siempre queremos volver.  

1 comentario:

  1. Paloma, ¡Qué linda experiencia!, me encanta como la presentas y ahora entiendo tu cercanía a la literatura, a pesar de que no te desempeñes desde la docencia, te encargas de ser mediador desde tu contexto más cercano.
    Se nota mucho, en tus palabras, la pasión que tienes por la literatura.
    Cariños
    Belén

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