Ilustración de Marko Torres. |
La intuición me decía que desde el punto de vista del lector, la
literatura infantil estaba cerca del refugio y del cuestionamiento.
Te acompañaba, pero a la vez te remecía. Como un amigo preguntón.
Liliana Bodoc aporta en este punto al señalar que el arte
descoloca y nos sitúa en el lugar de lo extraordinario “y por lo
tanto nos obliga a movilizar los sentimientos y las capacidades
adormecidas de nuestra psiquis y de nuestra inteligencia”.
Efectivamente, la literatura infantil moviliza. Te lleva a lo más
terrible de la tristeza y la soledad, cuando ves irse a Ruibarbo; y
te envuelve de valentía y coraje al llegar a esa isla donde viven
los monstruos de Sendak, y de todo niño.
Esta capacidad de “aturdir” al lector, de traspasar el papel y
la tinta, es una habilidad lejana del polo formativo donde se
asociaba al niño como un adulto incompleto y por lo tanto a la
literatura como una que debía poder terminarlo al insertarlo en la cultura,
potenciando de estar forma a un nuevo ciudadano. La literatura infantil como un manual de instrucciones para la vida, que tenía efectos en envases diminutos que aún no eran pero que estaban en proceso de ser. Me gustaría saber
que pensarían aquellos teóricos de libros que hoy se leen en las escuelas como “Julito Cabello”
y “María la Dura”.
Hay un punto interesante en ese proceso que vivimos en el cual la
literatura infantil deja de ser un instrumento o una buena
herramienta para generar cambios o progresos específicos en los
niños y niñas.
Joel Franz dice en ese sentido “la literatura infantil ha debido
luchar a lo largo de su historia, de poco más de tres siglos, contra
su utilización como medio de educación, de armonización social, de
transmisión de una concepción de mundo”.
En qué se diferencia una lectura de “instrucciones para la
vida” de la literatura infantil. Al menos intuyo dos cosas. Por una
parte la literatura infantil se preocupa tanto del cómo contar, como
del qué se cuenta. Por otra parte trabaja con la sensibilidad, con
ese tacto a veces delicado y otras veces directo que puede hablarte
del primer amor como del último invierno de tu abuela.
Al sumar, siempre uno más uno son tres. Se trata del lenguaje
poético, el que es capaz de problematizar el lenguaje y el que
permite - según Bodoc- que los niños y niñas que leen literatura
infantil puedan pensar de forma poética y, a través de la
metaforización, cuestionar la realidad, darla vueltas y analizarla
desde el prisma que deseen. Una habilidad que hace tambalear el
discurso dominante, y por cierto los manuales de instrucciones para
la vida.
Los desafíos que plantean tanto Bodoc como Franz tienen que ver
con entregarle a los niños y niñas el espacio que les corresponde
en el circuito literario. Esta vez no como un consumidor silencioso,
como lector mediado, sino como uno que maneja sus propios códigos y
catalejos para interpretar lo que sucede en sociedad. Cuán
importante resulta para los mediadores saber quiénes son ellos, los
futuros lectores, dónde esconden sus miedos, como enfrentan los
amores. De otra forma estaremos hablando más cerca de un espejo que
de un nuevo lector.