lunes, 15 de abril de 2013

Un manual de instrucciones para la vida.

Ilustración de Marko Torres.

La intuición me decía que desde el punto de vista del lector, la literatura infantil estaba cerca del refugio y del cuestionamiento. Te acompañaba, pero a la vez te remecía. Como un amigo preguntón.

Liliana Bodoc aporta en este punto al señalar que el arte descoloca y nos sitúa en el lugar de lo extraordinario “y por lo tanto nos obliga a movilizar los sentimientos y las capacidades adormecidas de nuestra psiquis y de nuestra inteligencia”.

Efectivamente, la literatura infantil moviliza. Te lleva a lo más terrible de la tristeza y la soledad, cuando ves irse a Ruibarbo; y te envuelve de valentía y coraje al llegar a esa isla donde viven los monstruos de Sendak, y de todo niño.

Esta capacidad de “aturdir” al lector, de traspasar el papel y la tinta, es una habilidad lejana del polo formativo donde se asociaba al niño como un adulto incompleto y por lo tanto a la literatura como una que debía poder terminarlo al insertarlo en la cultura, potenciando de estar forma a un nuevo ciudadano. La literatura infantil como un manual de instrucciones para la vida, que tenía efectos en envases diminutos que aún no eran pero que estaban en proceso de ser. Me gustaría saber que pensarían aquellos teóricos de libros que hoy se leen en las escuelas como “Julito Cabello” y “María la Dura”.

Hay un punto interesante en ese proceso que vivimos en el cual la literatura infantil deja de ser un instrumento o una buena herramienta para generar cambios o progresos específicos en los niños y niñas. 

Joel Franz dice en ese sentido “la literatura infantil ha debido luchar a lo largo de su historia, de poco más de tres siglos, contra su utilización como medio de educación, de armonización social, de transmisión de una concepción de mundo”.

En qué se diferencia una lectura de “instrucciones para la vida” de la literatura infantil. Al menos intuyo dos cosas. Por una parte la literatura infantil se preocupa tanto del cómo contar, como del qué se cuenta. Por otra parte trabaja con la sensibilidad, con ese tacto a veces delicado y otras veces directo que puede hablarte del primer amor como del último invierno de tu abuela.

Al sumar, siempre uno más uno son tres. Se trata del lenguaje poético, el que es capaz de problematizar el lenguaje y el que permite - según Bodoc- que los niños y niñas que leen literatura infantil puedan pensar de forma poética y, a través de la metaforización, cuestionar la realidad, darla vueltas y analizarla desde el prisma que deseen. Una habilidad que hace tambalear el discurso dominante, y por cierto los manuales de instrucciones para la vida.

Los desafíos que plantean tanto Bodoc como Franz tienen que ver con entregarle a los niños y niñas el espacio que les corresponde en el circuito literario. Esta vez no como un consumidor silencioso, como lector mediado, sino como uno que maneja sus propios códigos y catalejos para interpretar lo que sucede en sociedad. Cuán importante resulta para los mediadores saber quiénes son ellos, los futuros lectores, dónde esconden sus miedos, como enfrentan los amores. De otra forma estaremos hablando más cerca de un espejo que de un nuevo lector.  

lunes, 8 de abril de 2013

El niño gigante de Jose Luis Sánchez y Miguel Ángel Pacheco


Fuente: todocoleccion.net
Antes que todo estuvo El niño gigante. Los dibujos grandiosos, como hechos a mano; esa sensación curiosa de creer que el color se corre con un mínimo movimiento del dedo. Las palabras que se tejían con esa ilustración que parecía el mejor de los espejos. Allí estaba él, el niño gigante en un país pequeño, ocupando toda la extensión de la hoja. El niño gigante, ojos abiertos. Su miedo al rechazo. Su timidez silenciosa y esa sensación inapelable que generan las diferencias. Ese niño, ojos abiertos, éramos tantos otros.

La cosa no fue premedita, ni fruto de un buen análisis sicológico. El caso es que comencé a recurrir a ese libro tantas veces que llegó a ser innecesario el texto. Las palabras bailaban en mi cabeza y de vez en cuando – si cerraba los ojos- permanecían allí por un buen rato. Como quien susurra un buen secreto.

En esos días la Literatura Infantil era el rinconcito de los iguales. La palmadita en la espalda y el “ya pasará”. El refugio íntimo. La casa de la abuela con la tetera piteando y el olor a la miel que se derrite en el pan.

Mi mamá diría, ya en mi adolescencia, que ese libro era el último de un verano largo. Que antes ya habíamos navegado por los cielos con Nils Holgersson. Y nos habíamos escondido de los miedos políticos y sociales en el oasis verde que construyó Frances Hodgson. Yo no me acuerdo de eso. Yo no me acuerdo de nada. Para mi siempre fue El niño gigante.

Pasan los años y al recordar mi primera infancia, y esos libros que formaban parte de una colección en la que habían niñas invisibles y pequeños con dos ojos, pienso en que la Literatura Infantil era mucho más que el refugio que acoge. También era la alegría inmensa de la madre que lee. De la madre que acompaña y guía en el viaje. Creo que la Literatura Infantil permite eso. Pluraliza el deleite, amplía lo íntimo: comparte, generando por cierto lazos inquebrantables.

Esos primero libros de la colección Cuentos para que los niños cuenten a sus padres (1980) permitieron además que viviera la literatura. No que me encaminara, como quien coge un puente para llegar al continente prometido. No. La literatura infantil estaba ahí mismo, entre los colores pasteles y esos ojos abiertos de niño generando a la vez esa primera duda. Ese primer cuestionamiento, el primer remezón.

No soy profesora, no trabajo con niños. No en lo formal. Sin embargo mis primos más pequeños se han transformado en mi cuadrilla y juntos nos encaminamos por esta literatura que a veces nos deja con preguntas y de vez en cuando nos adormece. Cuando lo último sucede fruncimos el ceño y re armamos finales, que son nuestros finales y por lo tanto ya no adormecen a nadie.

Otras veces las historias las armamos únicamente nosotros. A una escena se le suma una segunda y esa segunda viene acompañada de una tercera. De esta forma el lenguaje nos acompaña construyendo extraordinarios mundos propios.

Pensamos en el lenguaje como uno que motiva, y en sí mismo encamina y acerca, a ese recoveco hogareño al que todos siempre queremos volver.